Cabeceras de uno, de dos, de tres o de cuatro...
-De uno, por favor- dijo palpitando, inconsciente y prematuro mi corazón.
¡Que alegría hoy que miré sus manos!
Recuerdo cómo se sentían: cálidas, ásperas, fuertes... Su apretón, tan seguro de sí; su sonrisa tan calmada, tan elocuente, su respiración; pasiva y profunda, se parecía al resoplar del viento contra un tambor ancho; pero lo mejor de todo siempre fue el perfume que manaba de su alma, siempre me provocó ciertas ganas de morderle la lengua hasta arrancársela y después pasármela como si fuera un pedazo de dulce.
Siempre quise saber con tanta curiosidad, que me pasaría si una noche me hubiera quedado dormida junto a él, quizá hubiera desaparecido, quizá vería a través de sus ojos.
Lo amé tanto que en secreto, cada noche durante un año me dediqué a imaginar, a escribir, a comer, a respirar, a palpitar en su nombre; pero cuando llegó el momento, en tiempo exacto y preciso también disfruté dolernos, odiarnos, olvidarnos, sobre todo extrañarnos, dicen que después de eso siempre viene la cura.
Así despacito, casi inconsciente uno se va enfermando...
Lo amé tantos días, con tanta fuerza que me quedé sin rastro alguno de otro amor en el corazón, después de eso olvidé tantas cosas, primero olvidar y después, las razones que tuve para seguir ahí, a su lado después de tanto dolor.
Siento un nudo en la garganta, cuando lloro no puedo y en el día observo como se va metiendo el sol: tan despacio, tan sutil, tan cálido, tan cerca de mi memoria; hoy como en otros días; permanente.
Volverán los luceros junto a la edad del sol y volveré a ser el veneno que acostumbro.
Me queda esta noche junto con diez mil más.
Día once: Sigue lloviendo; pero hoy hubo arcoiris.
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